Aún puedo oír tus gritos incesantes desde la cocina, aún
puedo distinguir entre mil la palma de tus manos, y la versatilidad de tus oraciones,
aún hoy, reconozco tu perfume y sigo luchando gracias a las esperanzas que cada
día tú me das y detonan en mi pecho haciéndome cada vez más pequeña.
Aún hoy puedo sentir tus labios susurrándome al oído las
promesas que ambos fingíamos que serían eternas, oigo desvanecerse el mundo, pero poco me
importa, porque ya no puedo aferrarme a tu pecho y prometerte que todo va a
salir bien.
Aún hoy puedo observar cómo eliges tu camisa preferida y me
juras que este trabajo será diferente, como te despides de mí, entre prisas y
caricias, pidiéndome que te espere despierta, por si todo saliera mal.
Yo tenía pensado prepararte aquel plato que te gusta tanto,
ese que siempre pides en nuestro aniversario y te resistes a que yo pruebe ni
siquiera un trozo. Había planeado durante semanas cada segundo de ese día, para
que fuese perfecto, para que cuando llegases a casa, sonrieses y me dijeses que
me querías, y que no dudases ni un segundo en querer estar conmigo el resto del
tiempo que nos quedase de vida.
Recuerdo oír cerrarse la puerta de un portazo tras tu último
te quiero, y, como yo recogí el móvil del aparador del salón. Recuerdo chillar
tu nombre en la ventana, y cómo parecías no oírme. Recuerdo que bajé de dos en
dos las escaleras, pronunciándolo entre gritos y carcajadas. Recuerdo abrir la
puerta del portal y verte subido en el coche mientras me sonreías.
Recuerdo cómo de
repente, dejaste de hacerlo y comenzaste a gritar.
Recuerdo que no te oía y me burlaba de la brusquedad de tus
brazos, agitándose sin cesar. Me acuerdo de cómo miré hacia atrás y vi el coche
abalanzarse hacia mí, tan de repente. Y, entonces, cerré los ojos como en un
suspiro y me abandoné.
Escucho todos los días la pesadez de tus piernas al entrar
en la habitación, escucho, como prometes no dejarme sola y te culpas de cada
decisión estúpida de ese día. Escucho como los médicos te dan esperanzas cada
mañana, y, sin verte, puedo ver tu alegría y tu sonrisa. Siento tus besos cada
día, y he aprendido a diferenciar los tuyos de entre los mil que cada semana percibo.
Igual que un día aprendí a diferenciar tus caricias de las del resto de la
gente.
Pero, hace meses que ya no te escucho entrar por la puerta,
que no eres tú el que corre las cortinas cada vez que sale el sol, ni eres tú
el que me acaricia, ni el que me promete que estará aquí cuando despierte, no sé
dónde estás, y no puedo ir a buscarte. Y
quiero decirte que te quiero, que no he dejado de hacerlo nunca, y que nada fue
culpa tuya, que nunca me hiciste daño, aunque te lo he echado en cara tantas
veces, que posiblemente, no me creerás.
Y por encima de todo quiero darte un beso, de despedida, y
prometerte que te cuidaré allá donde el viento me llevé (y te lleve), susurrarte
que te cuides, que continúes peleando, como me enseñaste a hacerlo. Que te
permitas quererla, sin culpabilidad, sin odiarte a ti mismo, ni al destino. Y
me dejes partir, con la misma sonrisa que prometiste proteger y que jamás
desvaneciste.
No hay comentarios:
Publicar un comentario